Gene, el lacero de Las Llamas

La historia de Hot, un mastín que conoció lo peor y lo mejor del hombre en Cantabria

Felipe Badía nos regala este hermoso cuento, que desgraciadamente es real. Hot era un mastín atigrado español que murió esta semana y que hace diez años estuvo a punto de morir en el Parque de Las Llamas de Santander.

Esta historia está dedicada a Gonzalo y a María porque desde un principio, poniendo todo de su parte, cuidaron de este ser vivo perfectamente hasta sus últimos días.

Érase una vez dos cachorros de mastín que vivían solos y abandonados entre plumeros, helechos de agua y juncos del humedal de la vaguada de Las Llamas de Santander.

Este lugar es un espacio natural donde fochas comunes, ánades reales, gallinetas y otras especies migratorias hacen un uso estacional. Aquel día, a pesar de estar en pleno invierno, soplaba un fuerte viento sur, el termómetro llegó a marcar nada más y nada menos que una temperatura de 30º a la sombra.

    -Aquí nunca nos encontrará Gene, estaremos seguros, no se atreverá a entrar, hay muchas culebras y bichos raros -dijo Martín, el cachorro más joven.

  -Tengo mucho miedo a este humano, no es justo, ya hemos sufrido bastante en nuestra corta existencia -contestó Fermín, el otro mastín.

Gene, persona malencarada y desagradable, era conocido en la capital cántabra porque se dedicaba a recoger perros vagabundos por los barrios de la ciudad para llevarlos a la Facultad de Medicina de la Universidad de Cantabria y que con ellos los futuros galenos realizasen prácticas médicas con sus cuerpos.

Una mañana, como todos los días, con más motivo que otras veces, por el calor que hacía, bajaron al humedal a darse un baño, sin apercibirse de que tras unos matorrales, con una red enorme en las manos, se escondía Gene. Cuando se disponía a lanzarla, se escucharon a lo lejos gritos de los alumnos de primaria de un pequeño colegio de la barriada del Río de la Pila, con Felipe, su profe de Edudación Física al frente, que dos veces por semana, para que no se muriesen de hambre, les llevaban comida que sobraba del comedor.

    -¡Peligrooo...! ¡Salid del aguaaa...! ¡Os quieren cazar...! ¡Peligrooo...!

    -¡Guauuuuu...! ¡Guauuuu...! ¡Guauuuu...! 

Rápidamente, muy asustados, tomaron rumbo hacia su refugio en el sector más bajo e inhóspito de la vaguada. Es cierto, estos cachorros no sabían cómo agradecer la inestimable ayuda que les prestaban ese grupo de niños encantadores y sus gestos de cariño y afecto, ya que no les importaba correr y jugar con ellos, subirse a su lomo, y además, como amigos fieles, a pesar de las amenazas de Gene, el lacero de los canes desamparados, este malvado depredador nunca supo dónde se ubicaba su refugio.

Martín y Fermín, eran dos mastines españoles atigrados, de gran tamaño, bien proporcionados, potentes y musculosos, con un pelaje tupido, grueso, liso y semilargo, a pesar de que apenas comían, y se les marcaban las costillas. Su carácter era noble y manso, pero de gran firmeza. Siendo aún muy jóvenes, el miedo no les permitía abandonar su guarida para enfrentarse al mundo. 

Desconocían, durante aquella jornada tan calurosa, que una nueva desgracia se cernía sobre sus cabezas, pues, de improviso, se vieron rodeados por unas gigantescas llamas. Fermín, renqueante y malherido, se dirigió hacia la laguna negra, donde moraban sus amigos los ánades reales, sin poder alcanzar su objetivo. Martín, por su parte, impotente, sin poder hacer nada por él, escuchaba, abatido, los gritos y aullidos estremecedores de su hermano de camada.

    -¡Auuuuuuuuu...!  ¡Auuuuuuu...!  ¡Auuu...! ¡Au...!

Martín, convertido en una auténtica bola de fuego, subió, con enormes dificultades, a la Avenida de los Castros, allí, enseguida, un hombre joven, percatándose del grave peligro de muerte que corría aquel animal, detuvo su vehículo.

    -¡Tranquilo, tranquilooo...! ¡En un momento te apagaré las llamas! -le decía el inesperado rescatador.

Varios automovilistas, aterrados, daban volantazos y tocaban la bocina para que se apartase y no atropellarlo, pero el muchacho, poniendo en riesgo su propia vida, cruzó la calle y le cubrió con una manta mojada que le había prestado otro conductor. Por fin, antes de que fuese demasiado tarde, con la ayuda de algunos vecinos de la Urbanización Los Ríos, sofocó la llamarada, al mismo tiempo que se escuchaba a lo lejos la sirena de un camión de los bomberos municipales que acudía a sofocar el incendio.

Martín, moviendo los ojos y la cabeza, le hacía gestos al muchacho para que le siguiera, ya que quería regresar a buscar a su hermano, pero estaba claro, lo más importante y urgente en ese momento era curar las quemaduras del can, pues su cara y su cuerpo presentaban un aspecto lamentable. Gonzalo, sin pensárselo dos veces, lo metió en su automóvil y continuó la ruta hacia su domicilio. Gene, cobardemente, había desaparecido, no le servían, para su sucio negocio, perros chamuscados, encargándose la policía local de retirar el cuerpo sin vida de Fermín.

       -Voy a pasar, no creo que me entienda, je, je, je, aunque esté algo lejos, por la farmacia de Beranga, para comprar un ungüento especial que alivie tus quemaduras, y luego te llevaré a mi casa hasta Miengo -comentó el muchacho.

Cuando llegó a su domicilio ya había anochecido, su esposa no tenía conocimiento de lo que había pasado, se sobresaltó al ver el estado en el que se encontraba el pobre animal, advirtiéndole a Gonzalo: 

   -¡No lo puedes dejar en casa! ¡Este pobre animal está moribundo!

  -¡Mañana a primera hora le llevaré al veterinario! ¡Tranquiluca, mujer! ¡No pasará nada!

Martín no podía dormir, su respiración se apagaba y no le quedaban fuerzas ni para apoyarse sobre sus patas traseras.

    -Gonzalo, lo tenemos que llevar antes de que sea demasiado tarde a una clínica veterinaria de urgencias -gritó nerviosísima María.

Su marido, en pijama, con la ayuda de Benita, su vecina de la casuca de enfrente, tomó al mastín y lo colocó en los asientos traseros. Sanos y salvos llegaron a la clínica donde les esperaba el veterinario que acababa de recibir el aviso de la esposa de Gonzalo.

  -Me ha explicado tu mujer lo que ha sucedido, si no le hubieras traído esta noche seguro que le habríamos tenido que incinerar. Por supuesto, has hecho mucho más de lo que a nadie le es exigible, ahora me corresponde a mí, con la tarea sanitaria, continuar el trabajo, vete a descansar, lo entubaré, lo infiltraré suero y lo tendré en observación por lo menos durante 48 horas -comentó el veterinario.

  -¡Muy bien! ¡Buenas noches!- se despidió Gonzalo- ¡Adiós!

El matrimonio, apenas pudo dormir un par de horas, todavía era de noche cerrada, madrugó para llevar a sus hijas al cole, dirigiéndose posteriormente a la clínica.

   -¡Buenos días! ¿Qué tal ha pasado la noche el mastín? -preguntó Gonzalo.

   -No ha mejorado nada, lo tendrás que dejar ingresado por los menos quince días, espero que se recupere, pero no te puedo asegurar que se recupere -respondió el sanitario.

Pasadas dos semanas, Gonzalo recibió la tan ansiada llamada, ipso facto, salió a buscar al perro. Martín, afortunadamente, presentaba un aspecto más saludable, aunque estaba en los huesos y se le seguían marcando las costillas, pero movía el rabo con virulencia y se mostraba mucho más alegre. De manera inesperada, cojeando, se lanzó a los brazos de Gonzalo, que cayó de morros al suelo, al mismo tiempo que la bestia parda le lamía efusivamente y le llenaba la cara de babas. ¡Jijiji...!

   -¡Soy el hombre más feliz del mundo! ¡Muchas gracias, doctor! ¿Qué le debo? -preguntó emocionado Gonzalo-. ¡Gracias, eminencia! ¡Ha hecho un milagro!

  - Tranquilo colega, eres una gran persona, los canes son amigos leales y nobles de los humanos, nunca nos defraudan ni nos dejan en la estacada, ojalá aprendiéramos de ellos, no se regalaran mascotas como si fueran calcetines de lana o frascos de colonia por Navidades, y también fuésemos más responsables y tratáramos a los animales como tú has demostrado que sabes hacerlo -expresó con semblante serio el veterinario-. ¡Muchas gracias, Gonzalo! ¡Muchas gracias, campeón!

  La ilusión y el empeño que puso aquella joven pareja, merecía, de bien nacido es ser agradecido, tan gratificante regalo. A Martín, a partir de ese día, sin duda, le esperaba una vida diferente, fijo que sería un perro afortunado, bueno y juguetón, que viviría con una familia que le cuidaría y le daría todo el cariño del mundo para que fuera muy feliz. ¡Felicidades!

    Y colorín colorado este cuento-real ha terminado.

Felipe Badía